Un artículo de opinión de Roberto Zamarripa.
Publicado originalmente en el diario Reforma.
1. El Ejército en la escena del crimen. Cómplice y artífice de la desaparición de normalistas en septiembre de 2014, según un Informe de la Subsecretaría de Gobernación y la propia consignación de la Fiscalía General de la República.
En el centro de la trama se coloca a un espía militar que seguía y reportaba a un teniente todos los pasos de los normalistas. Los estudiantes de Ayotzinapa eran inequívocamente enemigos políticos del régimen y en esa calidad eran espiados y perseguidos por el Ejército desde muchísimo tiempo atrás.
Era (¿ya no es?) un entendido claro, parte de una cultura de la política pública y militar, que Guerrero no dejaba de ser una entidad bajo la mira permanente del Ejército y sus actores políticos disidentes seguidos con celo y sigilo. La persecución a la guerrilla y luego el crimen organizado lo dejó sentado. Romper con eso, al menos en el discurso del informe presentado por el subsecretario Alejandro Encinas (un funcionario de trayectoria nítida), supone un corte histórico profundo. Y la consignación de militares como responsables de las atrocidades es el asunto de mayor fondo en el caso. Algo que no supondrá mar en quietud.
2. La conclusión es esencialmente la misma a la que llegó el equipo de Jesús Murillo Karam: los normalistas fueron asesinados por el grupo Guerreros Unidos (GU) en represalia y/o temor de que los normalistas operaran para el grupo rival Los Rojos. La diferencia estriba en que militares, funcionarios y policías hilaron el ocultamiento del crimen.
La redacción del Informe es política. Concluye el informe que el asesinato de los 43 fue un crimen de Estado donde concurrieron narcos y “agentes de diversas instituciones del Estado mexicano”. Discursivamente inflama y convoca. Puede persuadir e indignar. Jurídicamente será otra cosa.
Según el Informe tres factores desatan la desmesurada violencia: la posible identificación de un miembro de Los Rojos dentro del grupo de normalistas; que los estudiantes querían tomar la plaza de Iguala para Los Rojos; y, que un quinto camión traía droga o dinero perteneciente a GU. Ahí no aparece el Estado sino una teoría parecida al asesinato en 1993 del cardenal Juan Jesús Posadas. Es decir, que fue una confusión entre narcotraficantes.
En el Informe se supone que lo que hila el encubrimiento del narcocrimen es la connivencia de integrantes del aparato público, policiaco y militar. La verdad política ya está instalada. A ver si cuadra la jurídica.
Por si se ofrece el Informe desnuda el comportamiento parcial, cómplice o deficiente de distintos jueces que desestimaron pruebas y dejaron libres a presuntos criminales. Una eficiente vacuna en caso de que las pruebas jurídicas no se acreditan. Los jueces están vendidos.
3. Jesús Murillo Karam está enfermo. Allegados dicen que padece Alzheimer además de otros severos males. Está señalado de ser cabeza del diseño de una estrategia para encubrir y desviar responsabilidades en el crimen de los normalistas. Jurídicamente las acusaciones son por tortura, contra la administración de justicia y desaparición forzada.
La audiencia donde deberá definirse su vinculación a proceso ocurre en una semana clave donde la Corte decidirá sobre la obsolescencia de la prisión preventiva. Acaso Murillo simbolice ese fenecimiento.
El hidalguense podría tener muchas cuentas a deber por abusos políticos y de corrupción.
La tortura de los detenidos del crimen de los 43 está ampliamente acreditada y no había manera de que no estuviera enterado de ello. Habrá que ver cómo configuró la Fiscalía el sustento para culparlo de la desaparición de los normalistas.
Murillo podría encarar su proceso en casa pero el alegato de la FGR puede ser convincente teniendo a su segundo (Tomás Zerón) fugado en Israel: el hidalguense posee recursos y contactos para escabullirse.
No le beneficia mucho a la oposición argüir que la detención es un ardid político o un distractor. Lo que debe de esperarse es que el fundamento jurídico de la FGR sea sólido para castigar ilícitos. La desaparición de los normalistas no puede ser moneda de cambio.