Sus silencios lo delatan

Por Tanya Guerrero

Magdaleno Rubén Lauro Villegas es callado pero sus acciones gritan. Desde los cinco años, éstas fueron reflejo de su fuerza de voluntad.

Si algo caracteriza a Rubén es su perseverancia. Su madre recuerda que cuando vio partir a sus dos hermanos mayores a la primaria, él no quiso entrar al kínder porque quería ir “a una escuela para grandes”. Ese día, con su primera mochila roja, color que desde aquí se convertiría en su favorito para transportar sus útiles, entró a la misma primaria en donde todos sus hermanos reprobaron un año, menos él.

Fue alumno de la segunda generación de la única secundaria de Tlatzala, una comunidad náhuatl ubicada en la montaña alta del municipio de Tlapa de Comonfort. Ahí, en alguna de las 30 bancas resguardadas por paredes y techo de carrizo —que pronto serán sustituidas por aulas de cemento y piso firme—, Rubén cursó tres años en la escuela que lleva por nombre Tomás Vergel Castillo, un profesor egresado de la Normal Rural de Ayotzinapa, a quien hace siete años le pareció buena idea de que los jóvenes de la comunidad no tuvieran que caminar 40 minutos hasta Tlapa para poder seguir estudiando tres años más.

Los silencios son los que definen a Magdaleno Rubén. De eso se habla más en esta ausencia de, ya, nueve meses. Su familia no ha parado de buscarlo desde el momento en el que desapareció. El pedazo de tierra que él ayudaba a sembrar con su padre, también ha resentido su ausencia. Desde ese 26 de septiembre, ninguna semilla ha germinado ahí. Ellos esperan que sea él quien regrese para plantar la de la próxima cosecha.

Los sueños son los que mantienen vida, vívida, la esperanza de sus padres. Francisco Lauro y Juliana Villegas suelen imaginar a su muchacho de 19 años, tímido y orgulloso náhuatl, entrar por la puerta de su modesta vivienda construida a tres calles de la iglesia del pueblo; incluso lo escuchan cuando les cuenta —entre monosílabos y gruñidos— cómo le fue, lo que comió y hasta discutir sobre si ya debería dejar la escuela para mejor dedicarse al campo para ayudar a su papá.

Sus hermanos también lo sueñan caminando de noche por las polvosas calles del pueblo, cargando su eterna mochila roja y cansado luego de recorrer, a pie, los cinco kilómetros que separan su escuela de bachilleres de su casa en uno de esos viernes en lo que, por quedarse a todas las clases, ya no alcanzaba el último transporte.

Es esa fuerza de voluntad la que define a Rubén, la que le falta a la mayoría de los jóvenes de Tlatzala, que estudian la primaria, ahora, por fin, la secundaria, para después seguir los pasos de sus padres sembrando maíz en la montaña. Y esa inercia histórica es la que hace que don Francisco y doña Juliana sean hasta juzgados por haber dejado ir a Rubén a estudiar, cuando “podría estar sembrando, y no desaparecido”.

Texto perteneciente a la campaña Marchando con letras

Ilustración de Carlos Ibarra.

Tomada del portal #IlustradoresConAyotzinapa