(Intervención de Luis Arriaga en el «Diálogo sobre las reformas al fuero militar» realizado en la Cámara de Diputados. Participaron también Miguel Concha, del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, y Santiago Aguirre, del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan)

México puede jactarse de no haber tenido una dictadura militar durante gran parte del siglo XX. Esta situación, que abría posibilidades para transitar a la democracia, no sólo en el ámbito político sino en la creación de condiciones para revertir la desigualdad y la pobreza, se tradujo en un sistema híbrido, uno de cuyos componentes, el autoritario, permeó toda nuestra cultura política.

LADialogoCongreso2Esto fue posible no sólo por factores endógenos, sino también por la existencia de condiciones globales. Pero ante los cambios que fueron sucediendo en otros países el sistema mexicano no se transformó convenientemente. Pese a la exigencia de más democracia, de más justicia, de nuevos rumbos en la economía, de equidad, de superación de la discriminación, hubo resistencia y, al final, incorporación de algunos cambios en ámbitos diversos pero de manera desigual.

El final de la guerra fría supuso en algunas regiones avances decididos hacia prácticas democráticas que incluyeron mayor participación en la toma de decisiones, ampliación de los procesos de consulta, rendición de cuentas y transparencia y compromiso con los derechos humanos. Su impulso fue tal que alcanzó a sectores cuya práctica difícilmente encuadraba en los nuevos tiempos. Entre estas modificaciones se encuentra incluso el dejar en manos de civiles la responsabilidad de los ministerios de defensa.

Nuevos acontecimientos, sin embargo, cortaron el impulso a esta renovación. La declaratoria de amenazas nuevas contra la seguridad constituyó la coartada idónea para la reducción de las libertades. La lucha contra el terrorismo, contra la delincuencia transnacional, la regulación de los flujos migratorios del sur hacia el norte, la emergencia de fuertes movimientos sociales con reivindicaciones precisas, la prevención de desastres ambientales, entre otros elementos, llevaron a reforzar los sistemas de seguridad de los países. Lo que implicó revertir los procesos de democratización de los ejércitos. En la práctica se planteó una situación de guerra permanente en la que para asegurar la victoria se permite todo. Bajo estas nuevas preocupaciones los derechos humanos están lejos de ser una prioridad.

Pese a que esta situación es generalizada, los organismos de derechos humanos, tanto de la Organización de las Naciones Unidas, como de nuestro sistema regional -el Interamericano- de derechos humanos mantienen en alto la preocupación por la vigencia de los derechos humanos entre los Estados miembro de ambas instancias. Se han dado pasos para que los derechos humanos sean considerados de manera cada vez más integral y se insiste en la necesidad de que estos refuercen la democracia.

Dentro de estas preocupaciones se encuentra la exigencia de poner límites al fuero militar, de manera que los delitos que constituyen violaciones a derechos humanos de civiles sean tratados en la justicia ordinaria. Cito, a manera de ejemplo, lo expresado por el Grupo de trabajo sobre detención arbitraria de la (en ese entonces) Comisión de Derechos Humanos de la ONU en 1999. Señalaba que de subsistir alguna forma de justicia militar ésta debería respetar cuatro límites: a) declararse incompetente para juzgar a civiles; b) declararse incompetente para juzgar a militares si entre las víctimas hay civiles; c) declararse incompentente para juzgar a civiles y a militares en los casos de rebelión, sedicion o cualquier delito que ponga o pueda poner en peligro un régimen democrático; y d) no estaría autorizado en ningún caso a imponer la pena de muerte. Por su parte, entre los argumentos de la Comisión Interamericana se señala que la extensión del fuero militar para juzgar a militares que cometen delitos contra civiles afecta el derecho al juez natural y por lo tanto al debido proceso.

Son muchos, y fundados, los argumentos de las instancias internacionales. Están también debidamente sustentados los argumentos de organizaciones civiles que en México, atendiendo a las circunstancias específicas del país, han exigido poner fin a la extensión indebida del fuero militar. Sobre los argumentos hay, no obstante, una razón de mayor peso para acabar con esta práctica que alienta la impunidad: la experiencia de las víctimas de violaciones a derechos humanos. Éstas no son nuevas, los casos de abusos tienen un amplio historial: la participación de militares en labores de contrainsurgencia durante los años de la guerra sucia, las primeras participaciones en operativos para erradicar la siembra de enervantes, la militarización de Chiapas con motivo del levantamiento zapatista, el combate contra grupos disidentes -armados o no- en Oaxaca y Guerrero; hasta llegar a la actual situación. En marzo de 2010 la Secretaría de la Defensa Nacional indicó que en 60 años de lucha el número de militares que participa en tareas de combate al narcotráfico se ha multiplicado significativamente: en 1950 participaban tres mil soldados, actualmente son más de 94 000.

Los casos de abusos y la impunidad en estos son numerosos y han sido rigurosamente documentados por organizaciones civiles. La desaparición de Rosendo Radilla Pacheco, Alicia de los Ríos, la familia Guzmán Cruz y tantos otros en los setenta; la tortura de los ecologistas Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera; la violación y tortura de las indígenas mixtecas de Guerrero, Francisca Santos y Victoriana Vázquez; la violación y tortura de la indígena tlapaneca Valentina Rosendo Cantú y de Inés Fernández; la violación y tortura de las hermanas tzeltales de Chiapas, Ana, Beatriz y Celia González Pérez, son los que nos permiten afirmar que el fuero militar no es garantía de independencia e imparcialidad, ni de eficiencia en las investigaciones. Esta impunidad no es una “creencia” de la sociedad civil, tampoco es una “cantaleta”. Es una realidad que debe ser denunciada hasta que no cese.

A estos casos es necesario agregar las cifras difundidas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre el número de quejas recibidas contra la Secretaría de la Defensa Nacional. Ésta reportó que de 3598 quejas recibidas en 2009, 1791 estaban referidas a la Secretaría de la Defensa Nacional, es decir, 50 por ciento. En 2008 hubo 666 quejas, en 2009 fueron 2102. Según nuestro registro de notas publicadas en diversos medios sobre abusos militares, entre julio y diciembre de 2009 hubo 38 casos, entre enero y junio de 2010 hubo 42. En todos estos casos los delitos más comunes han sido: agresión física o tortura, detención arbitraria, ataque con arma de fuego, cateo sin orden judicial, homicidio, amenaza, hostigamiento, robo…

Al considerar los delitos cometidos por personal castrense observamos que la mayoría de ellos no están contemplados en la iniciativa presidencial que excluye del fuero militar la tortura, la desaparición forzada y la violación. La limitación de la iniciativa es también observable en el caso de los campesinos ecologistas de Guerrero, Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, que actualmente está siendo analizado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ambos fueron detenidos arbitrariamente por militares que argumentaron flagrancia, sin embargo ésta no fue demostrada. Tampoco fueron presentados de manera inmediata a la autoridad civil correspondiente, estuvieron cinco días en manos de militares, fueron torturados y finalmente firmaron confesiones autoinculpatorias. El proceso que luego siguió la autoridad civil estuvo lleno de irregularidades. Y la justicia civil se mostró siempre sujeta a la justicia militar. De manera que no hubo investigación de la tortura y cuando ésta se inició fue transferida al fuero militar.

Su liberación no implicó el acceso pleno a la justicia. Es la razón por la cual su caso está ante la Corte Interamericana. Y ahora se espera una sentencia que ordene la reparación del daño y la creación de condiciones que erradiquen la impunidad. Entre las nuevas situaciones que deben generarse está el poner límites a todas las prácticas que en conjunto favorecen la violación de derechos humanos. En este proceso es fundamental que la restricción del fuero militar abarque todos los delitos y no sólo tres.

El problema no es sólo de voluntad de los actores involucrados. Se sujeta a las condiciones locales y globales. La participación militar en tareas de seguridad pública se ajusta a la lógica bélica basada en la clasificación amigo – enemigo. Con ella no es posible construir una sociedad democrática. Las relaciones entre civiles y militares deben ser reformuladas. No hay soluciones simples, la exigencia de restringir el fuero militar debe ser complementada con pasos firmes para la consolidación de instancias civiles eficientes y transparentes. El camino no puede ser el repliegue hacia prácticas regresivas y opacas, sino la apertura al escrutinio de la sociedad.

La lógica simplista que subyace a toda estrategia de confrontación no permite ver el problema en toda su magnitud. Las libertades no son precisamente el campo de acción de los criminales. Estos tienden a restringirlas. La transparencia tampoco es el ambiente adecuado para su acción, lo es en cambio la opacidad, la falta de transparencia en los asuntos públicos. Se piensa en los criminales como en enemigos externos a la estructura del Estado, sin embargo los mismos criminales requieren la fuerza del Estado, y la buscan no precisamente limitando la acción de éste sino reforzando las prácticas autoritarias y arbitrarias mediante la corrupción, el soborno o el cobro de favores. No importa si se trata de negocios lícitos o ilícitos.

Por lo tanto, acotar el fuero militar constituye un primer paso, ineludible. Es un paso que debe darse con la convicción de que al limitarlo para todos los casos de delitos contra civiles se destruye uno de los factores que alienta la impunidad. Pero aun habiendo dado este paso -muy insuficiente en la iniciativa presidencial- es necesario reforzar las instancias civiles mediante las reformas adecuadas. Éstas deben continuarse a fin de erradicar aspectos regresivos que siguen persistiendo en el diseño estructural de instituciones como las de procuración y administración de justicia. Y también poniendo los medios para que estas reformas puedan realizarse. Es decir, mediante la asignación presupuestal a aspectos que requieren recursos para ser eficientes.

Si los militares y el Ejecutivo desconfían de la justicia civil la solución no puede consistir en recluirse en las instituciones castrenses. Están obligados, en su respectivo ámbito, a construir y reforzar las instituciones civiles necesarias para garantizar una sociedad justa y democrática. Una sociedad en cuyas instituciones puedan confiar, en primer lugar, sus propios gobernantes.