Artículo de Juan Villoro publicado en Reforma el 24 de octubre de 2014.
La carretera Acapulco-Zihuatanejo bordea un litoral de embrujo. En 1959, en ese lugar idílico aparecieron los cadáveres de dos campesinos que iniciaban un movimiento social, Isabel Durán y Roberto Bello Serna. Fueron asesinados por órdenes de un cacique emparentado con el gobernador Raúl Caballero Aburto. No se detuvo a los homicidas.
Ese mismo año, la Reseña Mundial de Cine se celebró por primera vez en Acapulco. Mientras las cámaras disparaban para retratar a James Stewart, agricultores rebeldes eran acribillados no lejos de ahí. Desde hace más de medio siglo el estado de Guerrero ha ofrecido los placeres del jardín del Edén y los ultrajes discrecionales del infierno. No es casual que una de las peores matanzas de la región haya ocurrido en un pueblo que parece imaginado por Dante: El Paraíso.
Los asesinatos de Isabel Durán y Roberto Bello Serna pertenecen a una extensa trama documentada en los imprescindibles libros de Laura Castellanos (México armado) y Luis Hernández Navarro (Hermanos en armas). Durante décadas, el gobierno local ha ejercido la represión y apoyado a los caciques, los crímenes han quedado impunes y los narcotraficantes han ganado ascendencia hasta desafiar la soberanía. Pero lo más significativo es que la inseguridad y la injusticia han sido impugnadas por organizaciones populares. Guerrero ha sido la tierra del oprobio, pero también de la resistencia.
En 1960 Excélsior publicó un desplegado en el que varias organizaciones exigían la destitución del gobernador Raúl Caballero Aburto. Ahí figuraban los alumnos de la Escuela Normal de Ayotzinapa, liderados por Lucio Cabañas. Desde entonces, los normalistas no han dejado de luchar. Dos maestros, Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, buscaron un cauce legal para el descontento, fundaron asociaciones civiles, enfrentaron la intransigencia gubernamental y escogieron la lucha armada como última salida ante una realidad donde las demandas han sido contestadas con masacres (Iguala en 1962, Atoyac en 1967, Aguas Blancas en 1995, Ayotzinapa en 2014).
En los años sesenta del siglo pasado el analfabetismo alcanzaba en Guerrero el 62.1%. En esa década, Vázquez y Cabañas descubrieron que no podían enseñar a leer a alumnos que no podían vivir. Del aula pasaron a la sierra. Sus luchas armadas fueron relevadas por otras y recibieron la salvaje respuesta de la “guerra sucia”. Aunque los tizones de esa hoguera no han dejado de arder, el gobierno procuró ignorarlos: “El PRI creyó que podía administrar el infierno”, ha dicho el poeta Javier Sicilia.
El pasado 26 de septiembre el fuego de siempre se convirtió en incendio. El asesinato de un grupo de jóvenes suscitó las protestas de los estudiantes normalistas. 43 de ellos fueron secuestrados. De nuevo, Ayotzinapa fue el epicentro. A veces la barbarie requiere de demorada preparación: medio siglo de tensiones, incrementadas por la presencia del crimen organizado, desembocaron en una nueva edición del horror. Los cárteles han cambiado de nombre (La Familia, Nueva Generación, Guerreros Unidos) y la gubernatura pasó del PRI al PRD. La impunidad es la misma.
En 1996 Ángel Aguirre se convirtió en gobernador interino al sustituir a Rubén Figueroa, responsable de la matanza de Aguas Blancas. Estuvo cerca de tres años en el cargo, bajo la bandera del PRI y en 2011 ganó la gubernatura con el PRD, que le otorgó vergonzoso respaldo en los días posteriores a la tragedia de Ayotzinapa.
Aunque Aguirre apenas gobernó un estado donde el narco pone y quita presidentes municipales, fue el representante de lo que llamamos “legalidad”. Su inoperancia para prevenir el crimen resultó tan lesiva como sus represiones. “La saga de sangre del gobernador Aguirre comenzó con el violento desalojo de jóvenes normalistas de Ayotzinapa, el 12 de diciembre de 2011”, escribe Hernández Navarro.
Sería gravísimo que en Guerrero se reactivara el expediente de criminalizar a las víctimas, famosamente utilizado por el presidente Felipe Calderón en 2010 cuando declaró que los 17 jóvenes acribillados en Chihuahua en una fiesta eran “pandilleros”.
Entre los muertos del 26 de septiembre se encontraban unos futbolistas. Fueron asesinados por el delito de ser jóvenes; es decir, posibles estudiantes; es decir, “disidentes”.
Horas después, los 43 normalistas pagaron el precio de protestar contra la violencia. Si la indignación rebelde no encuentra acomodo en la vida civil, una vez más lo encontrará en las armas.
Matar maestros significa matar el futuro. Guerrero es el paraíso envenenado donde la esperanza brota para ser aniquilada.