“El Cabe” de Zumpango

Por Mónica Ocampo

Desde que Martín Getsemany Sánchez García aprendió a caminar, su madre, doña Joaquina, le regaló balones, zapatos, camisetas. Todo de futbol.

Martín era empeñoso, tenía cualidades. Antes de cumplir los ocho años ya mostraba muy buena técnica para jugar. Corría rápido, metía la pierna fuerte y tenía habilidad.

Jugaba en canchas de tierra en diferentes partes de Zumpango del Río, lugar donde el segundo domingo de enero se ve pasar por las calles toros montados por valientes jinetes que portan el traje de jaguar para iniciar la celebración de la Feria de la Candelaria.

Evitando huecos, piedras o caídas, Martín corría hacia la pelota mientras su madre lo contemplaba.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritaba con fuerza mientras hacía sonar la matraca de madera para festejar algún golazo de su hijo.

Martín cumplía con los horarios de entrenamiento con el rigor de un burócrata. Su madre lo metió en el equipo Pachuca, dirigido por un técnico que aseguraba haber trabajado en las divisiones menores de Los Tuzos.

No conforme, “El Cabe” —apodo que ni familiares ni amigos saben si hace referencia al tamaño de su cabeza o a su inteligencia—, practicaba en la escuela, en la calle, o en cualquier lugar con espacio para correr. Nunca dejó el balón, ni siquiera cuando entró a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, donde fue convocado para ser defensa del equipo local.

Aunque Martín tenía cuerpo de futbolista. Peinado de futbolista y ademanes de futbolista nunca quiso ser una estrella del Real Madrid.

En Zumpango del Río, lugar que en náhuatl significa “bandera de calaveras” —donde la mayoría de los jóvenes se quedan vagando por las calles o como ayudantes de albañilería, o simplemente se convierten en padres precoces—, Martín quería una revancha. Ser aquello que su madre no pudo ser.

Texto perteneciente a la campaña Marchando con letras

Ilustración de Gina Fuentes.

Tomada del portal #IlustradoresConAyotzinapa