Enrique García Meza

Son casi las nueve de la noche; vengo con varios compañeros y casi hermanos en este pinche autobús que sólo resiste la velocidad; el peso de tantos que venimos aquí sentados, acostados en el piso, o corriendo queriendo bajar de volada. Intento varias veces tomar mi celular y llamar. No puedo, la verdad no es sólo la mano lo que me está temblando. Es miedo y se siente por todo el cuerpo, y hasta fuera del cuerpo.

Los disparos están cesando; escucho que muchos se bajan de mi autobús. Me bajo también. Hablamos apresuradamente. Veo mucha sangre y vidrios rotos. Escucho las voces de todos pero un zumbido en mis oídos no me deja entender. Estoy asustado. Ahora sí puedo tomar el teléfono y miro la hora; son las nueve y treinta y siete de la noche. Entra una llamada, le contesto y apresuradamente le explico lo qué pasó. Me dice que ya vienen por nosotros, que vienen en las urvan. Que aguantemos. Que no tardan ya en llegar por nosotros. No me emociona eso porque yo ya no quiero estar aquí. Cuelgo, le llamo a mi novia, le cuento brevemente que nos atacaron a balazos los policías, no quiero ser héroe pero su preocupación me da fuerza. La amo más que nada en el mundo. Me despido prometiéndole que me voy a cuidar. Camino más repuesto, con miedo pero repuesto. Todos discutimos para ver qué hacer.

Unos le llaman a las ambulancias, otros a la prensa; otros y yo nos pusimos a juntar piedritas para ponerlas alrededor de las balas. No entendía eso de ser tan amigos y hermanos; ese día lo entendí. Estábamos justo ahí apoyándonos, ayudándonos, protegiéndonos como si fuéramos hermanos de sangre, de toda la vida. Cuando te encuentras con un grupo de personas que tenemos cosas en común te vuelves sin buscarlo en hermano del otro. Sé que me entienden. Ellos son por eso mis hermanos.

Y empezó a llegar la prensa, también los que salieron de Ayotzi y vinieron por nosotros. Lo que era miedo se comienza a volver enojo. Tal vez me estoy enojando porque ya hay gente que vino a ver con sus cámaras. Pero sigo poniendo piedras alrededor de una bala.

Un zumbido vuelve a dejarme sordo momentáneamente. Alcancé a mirar un destello, una chispa. Por reflejo me tiro al suelo y ruedo hasta la banqueta. Atrás de mi esta una bodega aurrera. Frente a mi, el autobús que venía yo ya destrozado. Todos corren. Ahora recuerdo que también los reporteros gritan “soy prensa” y logran correr para otro lado. Quiero gritar “soy prensa” pero tal vez porque no soy, no grito. Sólo grito: “somos estudiantes, no traemos armas”. Muchos gritan lo mismo. Parece consigna ya. Veo botas y rodilleras; alcanzo a levantar la mirada y en la oscuridad de la lluvia veo cascos, coderas, chispas y ese maldito zumbido que hacen las balas al salir disparadas. Vuelve el maldito miedo. Le prometí a mi novia “llegar bien y regresar bien”. No me muevo.

Pienso en mi mamá. Pienso y lloro por y con ella. Veo luces cerquita de mis ojos que están pegados al piso. Son balas que hacen fricción en el suelo. La fricción, ese fue un tema que expuse en la secundaría. Lo que no sabía es que a mayor fuerza y velocidad, la fricción sí puede sacar chispas en el asfalto mojado. Ojalá pueda un día volver a exponer ante grupo y me vuelva a tocar hablar de la fricción. A mis alumnos creo que no les hablaré de esto. Les contaré cuentos donde la policía no exista. No sé por qué estoy diciendo estás cosas, sé que es involuntario y es parte de eso que dicen “ver mi vida en segundos”.

La balacera bajó de intensidad. Aún miro correr compañeros para atrás; los reconozco. Los huaraches son como nuestros pies bien vestidos en la comodidad. Decido que ya es el momento de salir y correr para donde están corriendo todos. Me levanto, corro y tres policías se paran frente a mi. Uno de ellos, el gordito de bigote me golpea con la parte trasera de una metralleta grande y negra.

No recuerdo nada. Mi boca esta hinchada, mi nariz sangra. Somos como diez. La luz nos da en la cara. El agua corre por mi cara y la confundo con mí sangre. Hay como doce policías que nos gritan. Los camiones están de mi lado izquierdo. ¿Cuánto llevan encendidos? No sé, no sé nada de tiempo y espacio. A mi lado derecho está Shagy, luego Konander, no alcanzo a ver quiénes más estamos pegados a la cortina o la pared porque el agua arrecia, pero cuando veo hacia las patrullas alcanzo a ver dos compañeros tirados boca abajo. Sale sangre de sus cabezas, eso creo. No alcanzo a ver por más que cierro los ojos para afocar. Mientras intento identificar a mis compañeros del suelo, me van llegando gritos de dolor, muchos gritos. No entiendo nada. No puedo ver bien pero sí escuchar bien, pero no entiendo. Un policía me ordena que ponga mis manos al frente, no le entiendo aunque sí lo escucho. Me pega en el rostro, se me figura que mi cara ya no es mi cara. Me vuelve a ordenar que ponga mis manos al frente. Las pongo. Un dolor que nace de mi mano se esparce por mis brazos, mis piernas, las muelas, la cabeza. Es un dolor frío, metálicamente frío, congelado. Mi cabeza se inclina al suelo, mis ojos cerrados mitigan el dolor. Pienso ya en mi padre, mucho pienso en él. Le pido a Dios que me deje verlo a él y a mi madre. Los amo a los dos. Los necesito justo ahorita.

Komander le dice a Shagy “ya no va haber dedo que nos señale”. Los tres nos reímos. ¿De dónde salen las bromas ahorita? del miedo, de las ganas de vivir y nuestros ya recuerdos. No importa que los recuerdos sean de hace tres o seis horas. Komander sabe de buen humor hasta en estos momentos. Nos vuelven a golpear, claro. Entre la risa y el dolor mi mirada observa en el suelo al menos seis dedos ahí. El dolor es intenso. Comprendo de dónde venían los gritos de dolor; ya sé qué fue lo que me dolió tanto. Intento mover mi dedo y no siento ya dolor ni dedo.

Nos jalan, nos quitan de aquella pared y cortina blanca. Yo me resisto y recibo un golpe en la cabeza.

No sé dónde estoy. No sé cómo estoy. Lo que sé es que amo mi vida, a mi mamá, a mi papá, a mi hermana y a mi novia. No sé dónde estoy, no sé cómo estoy. Lo que sé, es que me están buscando y están buscando a los 43 que estamos aquí, sin saber que es “aquí”.

Haremos lo que sea para encontrar a nuestras 43 familias. No desesperen. No se sientan mal, si nosotros seguimos en pie es por el amor a ustedes. Amor a mis hermanos. A mi Normal.

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43 desaparecidos. 6 muertes. Tal vez muchos inocentes culpables y los responsables culpables piden que voten por elloas ahora. Sino es por elloas, sí por sus compañeroas de partido, de visión de vida y colaboradoreas de lo impune.

Y con ganas de aliviar el corazón personal hoy quise escribir así, juntando las charlas, las conversaciones de chavos, madres, padres, novias, esposas, hermana, hijas, hijos y vecinos del lugar.

 

¡Hasta encontrarlos…
Hasta encontrarnos!