Artículo de Carlos Martínez García publicado en La Jornada el 12 de noviembre de 2014.
Las multitudinarias manifestaciones que claman justicia en el caso de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa son conmovedores actos de compasión colectiva. El horror no les pasó a ellos, sino también a nosotros. Recordemos que compasión significa padecer con, sentir como propio lo que lacera a los otros y otras.
Es impactante la forma en que la ciudadanía, de distintos trasfondos sociales, políticos, religiosos y económicos, ha hecho suyo el dolor y la indignación de los familiares y amigos de los 43 estudiantes desaparecidos. Y en buena medida es porque la dolencia no surgió aislada y espontáneamente, sino que ha sido provocada por una larga, muy larga, cadena de atrocidades perpetradas desde el poder. Quienes apostaron a que los demenciales ataques contra la integridad de los estudiantes solamente levantarían clamores en Ayotzinapa y sus alrededores, tal vez en otras partes de Guerrero, midieron mal el estado de la conciencia ciudadana.
El ominoso agravio salvajemente operado la noche del 26 de septiembre contra el grupo de estudiantes ha movilizado, para condenarlo, a incontables hombres y mujeres exhaustos de tanta podredumbre política y moral que se ampara en las esferas del poder para medrar contra los intereses colectivos. En medio de todo el dolor que ha llenado calles y plazas emerge una reserva moral que puede guiarnos a nuevos caminos, a reconstruir el tejido social roto por décadas de políticas depredadoras por parte de élites gobernantes.
El ejemplar ejercicio de compasión que internaliza el torturante dolor de los padres y madres de los estudiantes tiene que marcar un antes y un después en varias esferas. Una de ellas es la de la justicia. Necesariamente tienen que pagar penalmente quienes maléficamente orquestaron la desaparición de los estudiantes. En el asunto están implicados personajes que tejieron cuidadosamente la simbiosis crimen organizado/gobiernos de distintos niveles.
Otro espacio social que debe cambiar radicalmente es la forma en que se llega al poder y la forma de ejercerlo. En este proceso la ciudadanía debe intensificar la vigilancia y petición de rendición de cuentas a los gobernantes de todos los partidos y a los representantes populares. Para ello, además de la compasión que hace suyos los ataques infligidos desde los poderes a conciudadanos, es ineludible redimir colectivamente los días aciagos que flagelan al país.
Redimir lo define en su primera acepción la Real Academia de la Lengua Española como rescatar o sacar de esclavitud al cautivo mediante precio. Es urgente rescatar a México, sacarlo de la esclavitud de la corrupción, del ejercicio del poder que redunda en riquezas exorbitantes, del irrespeto a los derechos humanos, de la impunidad que potencia la perpetración de más crímenes, de la galopante pobreza que golpea diariamente a millones de personas, de las redes que explotan sexualmente a mujeres e infantes, de instituciones gubernamentales que no cumplen lo marcado por las leyes que les dieron existencia.
El precio a pagar es que todos los interesados e interesadas en el ejercicio colectivo de trabajar por la redención del país intensifiquemos la construcción de la conciencia crítica, y elaboremos una ruta a seguir en el proceso. No hay que confundirnos ni perder el horizonte hacia el que debe orientarse la justificada indignación que bulle en todos los puntos cardinales del país.
Las marchas que han cimbrado a México, particularmente las masivamente concurridas en la capital de la nación, llaman la atención por su ejemplaridad y espíritu. Los contingentes de universitarios, trabajadores, intelectuales, integrantes de diversos movimientos religiosos y ciudadanía sin vínculos partidistas han elegido abrumadoramente la vía pacífica. A contracorriente está un puñado de quienes atacan patrimonio privado y público, y al hacerlo no solamente afectan o destruyen bienes, algunos de ellos de gran valor simbólico e histórico, sino también perjudican la lucha de la inmensa mayoría que da la cara y muestra su profunda y dolida indignación sin lastimar los derechos de otros ciudadanos.
La lógica incendiaria, sea ésta producto de infiltrados al servicio de intereses gubernamentales y/o partidistas o de justicieros que llamándose anarquistas en realidad deforman los postulados del anarquismo, es peligrosa para el interés de sanear radicalmente a México mostrado por los ríos de gente que una y otra vez han colmado el Zócalo y otras plazas del país. Con sus acciones unos cuantos embozados están saboteando a millones que civilmente dan la cara y públicamente asumen la responsabilidad de sus actos.
La redención de la dolida nación mexicana no admite postergación. Ante nosotros tenemos el kairós, el tiempo oportuno, el punto de quiebre cuando se define la dirección a tomar en la encrucijada por la que nacionalmente estamos transitando. Hay que redimir las estructuras opresivas, liberar de todo lo que maniata la vida digna de la ciudadanía, y hacerlo por vías no violentas.