Artículo de Valeria Luiselli publicado en El País el 16 de diciembre de 2014.
Hace tres meses, “Ayotzinapa” era una palabra desconocida, incluso, para la mayoría de los mexicanos. Ahora ha llegado a significar más cosas de las que quizá pueda contener. Ayotzinapa viene del náhuatl “ayotl” (tortuga), “oztli” (preñada) y “nappa” (cuatro veces). Ayotzinapa es también un lugar, el pueblo guerrerense en donde estudiaban, en la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, los 43 jóvenes levantados el 26 de septiembre por elementos de la policía municipal en mancuerna con el crimen organizado, tras recibir órdenes de un alcalde. Ayotzinapa es metonimia de las miles de desapariciones y las miles de muertes relacionadas con el narcotráfico, y metáfora de la pesadilla en que se hundió México al empezar el mandato de Felipe Calderón en 2006. Pero es también un hecho concretísimo, asociado a 43 nombres y 43 rostros de 43 estudiantes. Ayotzinapa se volvió, en las semanas siguientes al día en que fueron “desaparecidos” los estudiantes, sinónimo de crimen de Estado.
Pero Ayotzinapa pronto empezó a significar también la respuesta colectiva de la sociedad civil a un Gobierno que no está siendo capaz de gobernar México. La sociedad civil se adueñó pertinentemente de ella, para volverla el lema y consigna que se repite en las calles de la ciudad de México, pero también en cuentas de Twitter de gente en París, Pekín, Madrid o Sidney, en periódicos de todo el mundo, en el Parlamento alemán, la Universidad de Chile y en Union Square, en Nueva York. Ayotzinapa está en boca de miles y tal vez millones de personas en muy distintos puntos del mundo. De todos ellos también depende que México pueda volver a ser un lugar habitable. De todos depende que Ayotzinapa no vuelva a caerse en el pozo de las palabras olvidables, impronunciables, extranjeras. Todos somos Ayotzinapa.