Luis Arriaga / El Universal

El rescate de 33 mineros chilenos en octubre de 2010 produjo comparaciones incómodas para el gobierno mexicano respecto del largo camino que han debido recorrer, para acceder a la justicia, los familiares de los 65 mineros que perdieron la vida en el siniestro de la mina ocho de Pasta de Conchos, perteneciente a la empresa Grupo México.

Funcionarios que tomaron la decisión de suspender el rescate expusieron sus argumentos. Invocaron razones técnicas para justificar actos cuestionables. A su vez, los familiares de las víctimas explicaron que la diferencia fundamental entre el caso chileno y el mexicano no responde a razones técnicas sino a opciones políticas.

Desde que ocurrió el siniestro, evitable si los órganos gubernamentales habilitados para garantizar la seguridad en las minas de carbón estuvieran al servicio del Estado de derecho, el gobierno mexicano ha acumulado errores. Ha exhibido una falta de voluntad que hasta el día de hoy ha imposibilitado satisfacer la exigencia constante de los deudos: el rescate de los cuerpos de los 63 mineros para poderlos sepultar de una forma digna.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) concedió la razón a los familiares de los mineros. Responsabilizó al gobierno mexicano por su negligencia en la muerte de los mineros en Pasta de Conchos. Ante diversas instancias se ha denunciado con insistencia que los hechos no fueron un “accidente”, sino el resultado de la forma en que opera la minería del carbón, regida por el afán empresarial de maximizar la ganancia y bendecida por la complacencia gubernamental.

Este caso, en el que no han sido señalados —ya no se diga sancionados penalmente— responsables, se suma a la lista de acontecimientos en los que pese a existir un sinfín de violaciones de derechos humanos, la responsabilidad parece atribuirse a circunstancias fortuitas. Esta suerte de pensamiento mágico nutre la impunidad. Sin embargo, sí hay responsables, porque en última instancia corresponde al Estado mexicano salvaguardar los derechos humanos de quienes residen en el territorio nacional. Por lo tanto, es posible investigar, señalar, consignar y sancionar a quienes han tomado decisiones que han tenido desenlaces graves. Si es cierto que se desea contener la criminalidad, ésta debe erradicarse en primer lugar del ámbito gubernamental.

A la falta de voluntad para esclarecer los hechos y favorecer el derecho de los familiares para acceder a la justicia, se agrega la falta de cumplimiento gubernamental para responder a sus obligaciones internacionales. Organizaciones que acompañan la legítima demanda de los familiares, presentaron en febrero de 2010 una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que admitiera el caso. Entre sus argumentos señalaron que pese a no haberse agotado las instancias internas, la dilación con que se ha procedido y la falta de resultados justificaba la intervención de dicha instancia.

En hecho poco común, meses después, el mismo órgano interamericano notificó que la petición había sido trasladada al Estado mexicano para que respondiera en un plazo de dos meses. La oportunidad era magnífica para que los funcionarios mexicanos dieran una muestra de su voluntad para proteger los derechos humanos. Sin embargo, el Estado solicitó una prórroga. El plazo para que el Estado mexicano responda, de acuerdo con el reglamento de la Comisión Interamericana, ha fenecido. De su silencio —porque hasta el momento no se ha notificado de ninguna contestación— solamente se puede concluir que no existe disposición alguna, ni argumentos sólidos, en las instituciones del Estado mexicano ante las exigencias de justicia por el caso Pasta de Conchos. El incumplimiento, no es exclusivo del caso que nos ocupa.

Persiste una demanda particular, legítima y justa: el rescate de los restos de 63 mineros. Sin embargo, los alcances de las acciones emprendidas por los familiares van más allá de esa solicitud. Se trata de regular la práctica de las empresas mineras que operan en la región carbonífera del estado de Coahuila para exigir que cumplan con las normas básicas de seguridad laboral. Más aún, en el fondo se trata de combatir la impunidad que hoy constituye el modus operandi en la relación existente entre las empresas mineras y los funcionarios gubernamentales. De esto es prueba suficiente el hecho de que, después de la explosión del 19 de febrero de 2006, han muerto 43 mineros más debido a la falta de aplicación de las normas referentes a la minería del carbón.